LEER: Desde los que hacemos posible Todos los Nombres de Porcuna, quisiéramos pedir disculpas a todas aquellas personas que se han puesto en contacto con nosotros a través de e-mail o facebook solicitando información sobre sus familiares, y que a día de hoy no les hemos contestado. Creo que son unas 25 peticiones las que tenemos sin atender, pero es que los medios de los que disponemos son escasos y el trabajo se nos acumula.

Gracias por vuestra paciencia, y esperemos contestar a vuestras peticiones lo antes posible.


- El monumento a la intolerancia y al fascismo se renueva en Porcuna (Jaén)
- El monumento a los "Caídos" sufre una gamberrada.
- Por la retirada de nombres y símbolos franquistas de Porcuna.
- Calles relacionadas con el franquismo y su exaltación en Porcuna
- La peculiar memoria histórica en Porcuna.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Alfredo Callado Hueso (Retrato breve), por Alfredo González Callado



Colaboración ...
Alfredo Callado Hueso y su esposa Carmen Garrido de Dios

Dos veces estuvo mi abuelo Alfredo delante del pelotón de fusilamiento, no sé dónde ni cuándo, aunque sé en un por qué confuso; ni si en frío ni si en calor, si era invierno o era verano, pero sí que estaba en hambre, en rabia, en desilusión y en melancolía: los cuatro símbolos de los vencidos. Y estaba mi abuelo Alfredo en batallas ganadas y en guerras perdidas, y en un futuro de escarmiento , futura represión y autocomplacencia: esa impresión de los de la gorra de plato, los tricornios y los cara al sol de todas las mañanas: ese estigma y esa santidad de los vencidos; y esa pobreza extrema del estómago y de la mente puesta en el juego del toma y daca, en el que siempre ganaba el toma, para hacer del estómago la conciencia, si no más verdadera, si la más necesaria.

Dos veces estuvo mi abuelo Alfredo Callado Hueso delante del pelotón de fusilamiento, con el aliento del odio en frente enfangado y criminal en los gatillos de los fusiles nazis, pero, en ninguna de las dos veces mi abuelo Alfredo fue fusilado, que, en ambas, a última hora, , el berrido de los fusiles disparados quedó sustituido, o interrumpido, por una voz de alto el fuego y una orden de que el preso rojo Alfredo Callado Hueso abandonara las tapias blancas donde quedaban bordadas, como en un besamanos de piedra y cal, las balas de los vencedores, tal cual beatas reliquias, y se encaminara el preso hacia las rejas de la celda de su penal.

Dos veces estuvo mi abuelo Alfredo con la muerte agarrada a su garganta, pero en ninguna de esas dos veces, en ninguna de esas dos veces de su boca salió el grito final y victorioso de un viva la República, antes de ser muerto para siempre, antes de quedar en sangre, quedar en ayer, quedar en nada, que siempre a última hora le llegaba el beneplácito pasajero de la conmutación de su muerte en el acto por un morir poco a poco gracias a los movimientos, las súplicas y las sangres de un sobrino suyo victorioso en la victoria del general, que así arreglaba los desarreglos familiares.

Dos veces, una más que el coronel macondés Aureliano Buendía, estuvo mi abuelo Alfredo frente a la fusilería de los sublevados, en su traje de preso, en su traje de pobre o en su traje abuelo: delgado como vara , joven envejecido en barba blanca mal afeitada, puño en algo y ojos negros los que fueran tornasolados, y las dos veces volvió a su celda, volvió a su manta de camastro, a su agua con vegetales, a su silencio del que todo lo piensa, al suplicio del que nada pide, al final de haber sido derrotado y tener que estar ya para los restos mirando para los suelos como buscando por ellos, la mancha última, la última estela de la tricolor, como para no pisarla, pisotearla más.

Dos veces estuvo mi abuelo Alfredo delante del pelotón de fusilamiento y las dos veces quedó en pie, perdido, aislado, incomprendido, solo y tétricamente tremendo entre los bífidos silbidos de la metralla que siempre iban a parar a los famélicos cuerpos de sus compañeros de batalla perdida, de sus compañeros de hierros, cuerpos de los no arrepentidos, aun siendo arrepentimientos sus muertes para los agraciados, muertes que ya iban bordando la retahila cruel de las madres, las viudas y los huérfanos, ese quedar a merced de los odios, tratados como desperdicios en la nueva España de los impostores, los impositores y los teatreros.

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Pero, en la casacovacha, en la casacueva, en la casapaja de mis abuelos, número 44 entrando en el solar de la Casa grande nunca se hablaba de eso, que había como una especie de miedo, una especie de pudor, una especie de paredes que escuchan, con paralelismos de venganza, de más venganza aun, y era una casa que parecía estar en las nieblas de la resignación, del arrepentimiento, de un perdónanos dios nuestros pecados lo mismo que nosotros perdonamos a los torturadores tuyos y nuestros, con paralelismos de vergüenza, que a pesar de todo estaba más en la resignación que en el arrepentimiento, y un desear con los dedos cruzados, estar más en el olvido que en la memoria a la hora de sacar a la luz de la oscuridad impuesta aquel retrato del ficticio fusilamiento que parecía una historia ya de la antigüedad innombrable, como sacada de una oratoria ciega de peregrinos con versos, pero sintiendo si no era aun peor seguir vivo entre tanta muerte, seguir vivo en esa otra celda de las cuatro paredes de una casa, sin barrotes pero con miradas, con oídos , sin guardianes pero con impostores, que hacían de ese miedo de ayer, aquel mismo miedo de hoy, esa miedo eterno. Enterrado en esa casa, como muerto en su fosa, como perdigón en su jaula, siendo todo el exterior el misterio fusilero y vergajal de los que presumían de victoria y exigían brazos extendidos como queriendo dar la extremaunción a las moribundias rojas.

En la casa de mi abuelo Alfredo nunca se hablaba de aquella muerte que nunca llegó, ni se hablaba de aquellos años de presidio, que unas veces se decía que fueron trece años, otras veces quince y otras diecisiete, o, si se hablaban de todas esas cárceles , de todas esas penas, sería en un aparte de la niñez de los nietos, unas conversaciones que se hablaban a los hijos, pero que los hijos guardaban como lo innombrable , en los hijos todos que quedaron, para luego quedarse encerradas las palabras entre los cuatro rincones de la cabeza, entre las cuatro esquinas de lo sagrado, entre los cuatro puntos cardinales del inconsciente hasta redundar con todo en el olvido, en lo que debe ser sustituido por el alegrón del despertar de todos los días en una cama propia y rodeado de la pobre y haraposa trupe del hogar.

En la casacueva de mis abuelos un perol, otro perol de agua con verduras y colas de pescado para el almuerce familiar del arroz quinquillero y una algarada, más que una algarabía de los ocho hijos, que trece, quince o diecisiete años después vieron regresar a un viejo ya dado de baja en la vida para siempre al que a penas se reconocía si no era en recuerdos, recuerdos estos a los que se veían abocados a olvidar si no querían caer en el error macabro de los facinerosos de las camisas azules y las guerreras blancas, que estaban aguardando, deseando la menor baja palabra, el menor despeñe, la más tierna nostalgia, la más oscura imagen, o el más personal de los sueños para caer sobre ellos, y hacerles padecer en los hijos los supuestos males del padre, quedando todo en el sanbenito de los males familiares como la única herencia para varias generaciones, que ya bastante era estar vivamente delgados tras tantos padecimientos y tantas hambrunas, con el padre preso, la madre en viuda, de negro y rezo y ocho hijos esperando el pan o esperando el trigo, pero siendo el único pan que a diario entraba a la casa pan que iba a la talega Manuel, el hijo mayor, que era el único que trabajaba y el único con la capacidad extrema de poder convertir el agua en vino, multiplicar los panes y los peces y hacer de los estómagos algarabías de verbena, pues milagro era, tras tantos años de penurias, que al regresar el abuelo de los pelotones de fusilamiento y los vergajos negros, encontrarse a una mujer, ya envejecida para siempre, y a los mismos ochos hijos, sin comida, sin escuela, sin futuro, pero vivos.
La familia

Un viejo abuelo Alfredo el que se presentaba a sus hijos, como salido de una tiniebla, de una tiniebla del ayer, que, tras trece, quince, diecisiete años, los hijos parecían ser hijos de otro, hijos ya bicolor, agrandados, camperos, rebuscadores, ladronzuelos nocturnos de los garbanzos rebuscados de las eras, las habas de los haberes, los melones de los melonares y hasta las aguas de las fontanas.

Alrededor del hogar una mujer vencida, Carmen “La coja”, esa carmencoja que se pasaba los días andando la carretera de Porcuna a Jaén para llevarle al preso las escasas verduras de los huertos, las embutidas carnes de las matanzas, los pestiños de la paz del señor sea con vosotros, esa manta y esa muda y ese retrato de hijos necesitados.

Alrededor del hogar , la mujer vencida, envejecida, dejada de todas las manos; un joven avejentado luciendo prendas pobres en contraste con las benevolencias del ayer, de ese ayer de hacía tres días, seis muchachotes que fueran niños ayer: Manuel, Benito, Alfredo, Julián, Gonzalo y Gaspar, y dos hembras que fueran niñas antes de las prisiones, y que trece, quince, diecisiete años después eran ya mozas casaderas, sin ajuares para las bodas, pero ya deseando dejar esas pobrezas para ir al matrimonio de las pobrezas nuevas, pero como más anchas de espacios; Marina y Tremedad.

Pero, alrededor del hogar de esa casa de la Casa grande, todo era un miedo y un silencio a esa guerra, a esa guerra perdida, a esas cárceles y a esos fusilamientos sin balas.Sin embargo, en voz baja, como a escondidas, como con miedo a la solidez real de las paredes y la claridad del agua de los cántaros de las cantareras, mi lalo Alfredo y mi lala Carmen comentaban, nos contaban, en lugar de cuentos tradicionales o en lugar de cantarnos coplillas de las eras, los beneplácitos de aquella II República que se llevó la guerra, en que la familia estaba aposentada en el bienestar, la vida era como una sonrisa, de trabajo en trabajo, y la convivencia era una comunión abrazada a la armonía y entregada a la libertad,

-“¡Con lo bien que vivíamos antes!”

Porque, para cuando antes de la guerra y en la guerra aun, tenían las comodidades de las casas grandes, anchas, largas, espaciosas, con huerto, y cámaras individuales, y cuadra, y patio y pajal y bestias y estercolero. Una en la calle Peñuela, y otra en Sebastián de Porcuna, y unas cuantas faneguillas de de tierras de olivos por los antiguos y míticos humedales de la Huerta del Comendador, y unos cuantos miles de reales republicanos que fueron papel mojado cuando les cambiaron las pinturas, aun más papel mojado que los olivares de la Huerta del Comendador.

La casa de la calle Peñuela fue cambiada por un saco de pan y una recia pelliza de segunda o de tercera mano. La de la calle Sebastián de Porcuna por una corta temporadita fuera del infierno de las hambrunas. Los olivares de la Huerta para completar olivares anejos y hasta una moneda romana que se decía de oro fue a parar a las manos del Capitán Ostos por otro saco de pan y otra pelliza de repuesto y unos jornales por los campos de su excelencia.

Pero todo lo demás en casa de mis abuelos, tras esos trece, quince ,diecisiete años de prisiones, sólo se puede explicar con una palabra, sola, simple y sencilla, la palabra silencio, sinónimo de la palabra miedo y sinónimo de la palabra aislamiento. En este hogar de vencidos, numero 44 de la calle Santa Ana, cuando esta ya es Casa grande, se implantó el silencio como en el alma se plantea la duda de su existencia y en la palabras que se pronunciaban se buscaba el sentido seleccional sumiso y servil para que los murmullos no fueran tomados por palabras disidentes.

Yo, cuando conocí realmente a mi abuelo Alfredo, mi abuelo ya era un vejete triste, un vejete amargado, un vejete perdedor eterno, de voz adentro nostálgico, de voz afuera entregado a la causa de ser callado, como su apellido, aunque las voces interiores le rebulleran y se le salieran por los ojos, incluso por su ojo bizco, ese que miraba desde los abismos y las utopías todo el coraje de seguir siendo un eterno inconformista , un rebelde ya sin rebeldías que de fender ni edificar.

Mi abuelo Alfredo era alto, todo lo alto que le pudiera parecer a un niño que lo miraba como queriendo sacarle todos los misterios que sabía guardaba, todas las palabras que callaba, todos los recuerdos a los que no se podía ir porque estaba prohibido recordar, porque no se podían ni decir, ni pensar, ni soñar si quiera, que había gentes que se adentraban en los pensamientos, y otras gentes capaces de inmiscuirse en las nostalgias de los recuerdos, incluso gentes capaces de hacer decir lo que no se decía: por las aceras, por los rincones, bajo las camas, sobre las mesas, dentro del rebullir de los guisos, en el agua náutica de las cantareras, en las pajas de los pajares, en los granos de las cebadas, en los relinchos de las bestias de las cuadras, en los verdes de las hortalizas y el arco iris multicolor de los geranios, las gentes de las que no se hablaban pero se sentían, las gentes que no se sentían pero se presentían, las gentes que nunca pasaban pero parecían estar siempre ahí, esperando, deseando más que esperando la memorización de una palabra, la tenebrez de un sueño, la caída de un mal despertar para abrir las puertas y sembrar los terrores. Un niño que miraba al abuelo como queriendo sacarle todas las verdades y todas las mentiras.

-“Alfredo –me decía- salte a la puerta del Corralón y miras por si ves venir a los municipales, a la guardia civil. Y si los ves, si los presientes incluso, vienes corriendo y me avisas. Y el Alfredo nieto se esquinaba silencioso y vigilante en el quicio de piedra encalada del noble arco con su escudo de abolengos perdidos que daba su entrada a la Casa grande, oteando todos los horizontes de la calle Santa Ana con sus callejuelas y sus aires por si por la calle subían, bajaban o aparecían por las callejuelas los hombres de las armas, los de las gorras de plato o los de los tricornios con bigote, los que querían meter de nuevo a mi abuelo en sus cárceles o en sus palizas, mientras los niños jugaban al pincho en el húmedo solar dejado por la Casa rota y las niñas se entretenían en las chanflas o en las gomas sobre los adoquines enyerbados y descendientes en escalones amplios de la calle, mientras mi abuelo, siempre de invierno, como si el frío de la cárcel no se le hubiera ido nunca bajaba la radio de su repisilla con su mantelito primoroso de blancura y de encaje y pegándosela al oído, como si se pegara un beso, o queriéndola hacer parte de su cabeza escuchaba en el volumen más bajo posible el chirriar de luciérnagas de la Radio Pirenaica.

Nunca vi bajar ni subir municipal ni guardia civil alguno, ni hombre con cara de ser el malo de los comentarios, pero qué importante me sentía yo siendo cómplice de mi abuelo: “Y no se te ocurra abrir la boca”. Sólo le faltaba decir “Qué me matan”. Y Alfredo Callado, nieto y en heredad de nombre y de apellido se sentía el héroe guerrero y literario de ese viejo con barba blanca y bizquera del que otea todos los horizontes escuchando las lejanas voces inconformistas y guerreras de Dolores Ibárruri o Santiago Carrillo, o sea, de los que años más tarde supe que se llamaban así, y siempre como presintiendo un miedo impuesto en esos ratos de esquina espiando la posible llegada de los hombres malos, de esos que sí eran los “tíos del saco”.

Mi abuelo Alfredo era alto, seco en el comer de lo imprescindible, escueto como un renglón en blanco, enjuto como arbolillo de lindón al que torturan las sombras y las malas tierras, agrio como si siempre tuviera un limón torturándole los dientes , los paladares y las dulzuras, que el tiempo me dijo que fuera más de malestar, pesadumbre, podredumbre que de carácter, aunque mi abuelo Alfredo viviera ya eternamente en el mal carácter de los que todos los días perdían una guerra, de los que se maltrataban el pensamiento preguntándose qué mal hicimos para traer tanto daño cuando sólo pretendíamos el bien de la humanidad, el perdón por siempre de los pecados , el pan para todos los estómagos y el conocimiento para todas las cabezas. Mal carácter que era mal genio, el mal genio del que tiene que estar soportando todos los días y todas las horas una situación para la que no había nacido, por la que no había luchado, y sentir el martirio de un general enano que parecía no querer morirse nunca como si estuviera tocado por la varita mágica de todas la providencias.

Vista de la Casa Grande

Mi abuelo Alfredo nunca se movía de su silla de anea, arrimadillo siempre, invierno o verano a la mesa camilla con su rancia sayuela y su brasero para el picón, si encendido de ascuas en invierno, si no en verano aguardando los fríos. A su derecha la pared de las cantareras y la radio que pocas veces se escuchaba en sus coplas sino en los interludios casi silentes de lo subversivo, y a su izquierda el hogar de la chimenea y su Carmen apañando el avío de todos los días, que si garbanzos, que si arroz, que si habichuelas, que si lentejas.

Mi abuelo Alfredo sentado en su silla de anea, su mesa camilla, su Radio Pirenáica y sus cigarrillos “Ideales”, desemboquillados y amarillentos, de esos que yo le traía del estanco de Palomo, y sin más calle que las cuatro losas de piedra que iban de la mesa a la cama del dormitorio, sin más curvas ni más esquinas que el subir y bajar las escaleras que iban del portal al pajar y sin más Paseo de Jesús que el paseo que iba de su casa a la cuadra y de la cuadra al estercolero, y sin más conversación, ni taberna que la tertulia, atardeciendo, con el vecindario de la Casa grande, y sin más fiesta que los orgullosos recuerdos del ayer, en tricolor y en libertad, que todas las fiestas en casa de mis abuelos acabaron cuando el general ocupó todas las españas, y porque por las fiestas desfilaban las gorras de plato y los tricornios, y entre las festividades guardaban sus odios y sus vergajos los vinagreros, los párragas, los tranquillas, los rabito mona, los pepones, los tambores y los matías: aquellas alimañas nacidas de los vientres pobres y los puños cerrados entregadas a la causa ahora de ver enemigos por todas las paredes.

Melonero de melonar con su choza, su perro y sus perrasgordas. Jornalero en todos los ajenos campos de los vencedores, con el bizqueo de su nombrajo encrespando todos los abismos.

-“Lalo, ¿Tú nunca sales de la casa? Le preguntaba yo.De su casa chica o de su Casa grande”
-“No más antes, pero sin pasar de la taberna de Tomás “El guiñolero” por las Cuatro esquinas, y todo lo más de la taberna del Rano, por el Llanete cerrajero”

Y mi lala Carmen de su casa a la tienda de Anita, por la calle Huesa, o de su casa a la panadería de Ginés y Luciana, con sus pesetas del pan en la mano.

Mi abuelo Alfredo, con su mismo pantalón siempre, o lo que parecía ser el mismo pantalón siempre, gris y a rayas camperas, que lo mismo servía para segar espigas que para dar un pésame, su blusón grisáceo abotonado hasta la garganta para que no entrara ningún frío, con bolsillo para el tabaco y los chisques de mecha, su camisa blanca en ese blanco pajizo y antañoso y su gorra de visera sobre la blancura de su cabeza haciendo muro de su frente y pedernal de su boca, que mi abuelo Alfredo hablaba poco, quizá porque todo se lo callaba o porque todo estaba dicho ya, pero cuando elevaba la voz, de su boca salían todas las leyes fundamentales del catecismo y la santa iglesia católica, pero vuelta del revés, que mi abuelo maldecía siempre con palabras sagradas.

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No, en la casa de mis lalos Carmen y Alfredo nunca se hablaba del ayer, aunque siempre se estuviera pensando en ese ayer, quizá para hacer menos enojoso aquel ogaño que todos los días los despertaban tristes, pobres, perdedores y entregados.

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Un martes, 13 de abril y santo de 1975, encontré a mi abuelo Alfredo muerto, entre la cómoda de madera y la cama de su reposo. A su lado, una moneda de cinco duros con la imagen del general……

Ahí comprendí, aunque lo comprendiera después, porque mi abuelo nunca nos daba ni una peseta ni un real a sus nietos de leche, ni en fiestas de guardar ni en remembranzas de fiestas profanas. Quizá por el sólo hecho de no tocar las monedas por donde aparecía esculpida la carota, carota y gorda y mítica y mística del general de todas las españas, como si fuera un dinero sucio, unas monedas que manchaban; como si al tocarlas comulgara con la mala comunión de esa nueva España, fea, triste, tricornial y macabra, cuando tan alegres y humanos fueran los pocos años de los tres colores.


Alfredo González Callado
(En Martos y en septiembre de 2012)

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Las imágenes son también del autor, al que agradecemos sin duda su colaboración en nuestro blog.



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