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lunes, 9 de julio de 2012

Cartas desde la cárcel: "En capilla". 3ª entrega.

Juan Pérez Zumaquero rodeado de compañeros de armas
Juan Pérez Zumaquero (primero por la derecha) junto a otros compeñeros de armas


 A Juan Pérez Montilla, hijo de Juan Pérez Zumaquero, asesinado,  
por su lucha infatigable contra la desmemoria.

"Estoy deshecho Ana esposa del alma, muero como los hombres solo, con mi corazón en vosotros, en ti, mi hijo que no ha podido conocer a su padre, en mis padres de mi alma, esos viejos queridos que tanto han trabajado por mí".

A Juan Pérez Zumaquero lo detuvieron en Valencia junto a su gran amigo, Rogelio Gómez Díaz, "Cómpeta", un 9 de abril de 1939. Los dos habían desistido ya de abandonar España por Francia, los dos sabían que su futuro era incierto. Los dos fueron detenidos por un agente afecto a la Comisaría del Cuarto Sector de la Columna de Orden y Policía de Valencia. Los dos sabían quién los detenía, lo conocían bien, demasiado bien. De hecho había sido compañero suyo en las juventudes socialistas, pero la guerra, salvar el cuello y hacer méritos en el nuevo régimen, impulsó al agente, paisano suyo, de Porcuna, a detenerlos. Él sabía quiénes eran, dos "piezas" de masiado golosas para dejarlas escapar en algún barco o camino de Francia. Juan había sido secretario de la Agrupación Socialista de Porcuna; presidente de las Juventudes Socialistas y articulista en el diario provincial socialista "Democracia". Desde allí hostigó, con su pluma, el régimen caciquil, la subyugación en la que vivía la clase obrare porcunense. Rogelio, comisario político durante la contienda, había ostentado las responsabilidades más altas dentro de Izquierda Republicana, perteneciendo al Comité Local del Frente Popular, siendo el encargado directo del abastecimiento a la población civil después del golpe de estado. Los dos serían trasladados a la prisión provincial de Jaén, los dos serían juzgados, aunque el destino fue distinto para cada uno. A ninguno de los dos se les aplicó el "habeas corpus". Juan Pérez fue juzgado el 17 de abril de 1940 en Jaén, en un juicio a todas luces ilegal. Fue condenado a la última pena por un delito de adhesión a la rebelión militar. ¡Qué hipocresía ¿no?!. Los verdugos se alzan en armas contra el gobierno legítimo de la República, y los defensores de ésta son juzgados por rebelión militar. El 11 de octubre de 1940, "el Jefe del Estado se da por enterado" (sic) de la pena impuesta dando su visto bueno, ratificándolo el Auditor de Guerra en Córdoba. ¡La suerte estaba echada!, ¡el reloj comenzó la cuenta atrás!. ¡No habría clemencia, ni Juan Pérez la solicitó!. Sabía perfectamente porqué moría, conocía a sus asesinos, aquellos a los que había combatido desde siempre, primero con la pluma y después con la espada que ellos le arrojaron en las manos cuando se alzaron en armas. Moriría como un hombre libre, mirando fíjamente a su pelotón de fusileros. No se arrepentía de nada, salvo de dejar viuda y un hijo que había nacido pocos meses antes. Sabía que dejaba a su familia cuando más necesitaban de su ayuda, de sus brazos, de su mísero jornal, si es que conseguía alguno. ¡Habían perdido la guerra!, todo volvería a ser como antes de la República fenecida; pero a él además le quitaban también la vida, lo alejaban de los suyos. ¡Lo sabía!.
Dibujo de su esposa Ana
A Juan Pérez le comunicaron la sentencia de muerte ese mismo 11 de octubre de 1940. Pasó al pabellón de los condenados a la última pena en la prisión provincial de Jaén. Aislado del resto de los reclusos comenzó a compartir los últimos días de su vida con sus compañeros de destino, aquellos que lo acompañarían hasta el cementerio de San Eufrasio. Encerrado entre cuatro paredes, Juan solo pensaba en su hijo, en su pequeño retoño al que solo había abrazado una vez. Pensaba en su esposa, Ana, en sus pobres padres y en el resto de su familia, que tanto habían hecho por aquella pareja que se casó en Torredonjimeno en el año 1937. A Juan le quedaban pocos días, pocas horas de vida. Lo sabía, era consciente. Se preguntaba una y otra vez qué había hecho para estar en esa situación. Lo sabía. Sabía que habían perdido la guerra; que su crimen sería político, por ideas. Sabía por los cerrojos de las celdas que todas las madrugadas se llevaban un puñado de hombres al matadero. Era consciente de que iba a morir. ¿Qué hacer para impedirlo?. ¡Nada!, no había vuelta atrás. Si no eran las balas, sería el hambre o las enfermedades del presidio. Sabía, que aunque le conmutasen la pena capital, no se libraría de la pena de inferior grado, los 30 años, cinco como mínimo de trabajos forzados en alguna mina del norte, o fortificando los alrededores de Gibraltar. 

Pensativo, taciturno, solo le quedó escribir en aquellas horrendas tarjetas postales patrióticas. Quería despedirse de todo el mundo, ¡quería dejarle claro a su hijito que él había sido un hombre bueno, que no creyese nada de lo que le dejisen!. Él había luchado toda la vida por un mundo más justo, nunca luchó por él, sino por todos por igual. ¡Papel, lápiz, tabaco!. Necesitaba los tres ingredientes para seguir escribiendo, para no escuchar los lamentos de sus compañeros de celda. Sí, quería derribar los muros con su lápiz, ¡aún se sentía fuerte con su pluma!, aprovechaba todos lo rincones de la postal, incluso el sobre estaba garabateado en todas las direcciones posibles. Dibujó a su compañera, a la madre de su hijito. ¡No!, no podía olvidarla, quería recordarla siempre, aunque estuviese entre cuatro muros. A veces se despertaba en la penumbra de la noche, se creía libre, como si todo hubiese sido un mal sueño. ¡No podía ser verdad lo que estaba viviendo!. Aquello era inhumano, injusto, despreciable. No lo quería comprender, no podía racionalizar las matanzas que se llevaban de noche en las tapias del cementerio. No quería creerlo, aquello debía ser una horrenda pesadilla. Finalmente quedó de nuevo dormido.

Su última noche la pasó en vela, hacía frio y estaba hambriento. Sacó la punta de un lápiz, y un trozo de papel de estraza que guardaba como un tesoro en el bolsillo y meditó sus últimas palabras. No quería olvidarse de nadie. A sus 29 años, con una sobriedad pasmosa, delante de un jirón de papel se puso a escribir: 


En capilla, 30 de diciembre de 1940 (Prisión Provincial de Jaén)

Querida esposa e hijito. Os escribo mi última carta ya que al amanecer de este día muero y no os vuelvo a ver más, y quiero Ana, esposa mía, recomendarte que seas buena con nuestro hijo y le cuides y lo eduques con el cariño de una buena madre como tú eres.

Recuérdale a mi hijo el nombre de su padre muchas veces si por azar de la vida llegas a casarte con otro hombre. Sólo te deseo que seas más feliz que has sido conmigo.


Yo, esposa mía te quise hacer feliz, pero las circunstancias de la vida te han hecho una desgraciada. Yo te pido en los últimos momentos de mi vida que me perdones si algún mal te hice en el tiempo que te he conocido.

Tengo y muero con la confianza de que serás buena madre para nuestro hijo.

También te ruego que hagas todo lo que puedas, por mis pobres padres que quedan en el mayor desamparo y viejos. Tened ánimo y vivir vosotros que yo ya nada puedo. Estoy deshecho Ana esposa del alma, muero como los hombres solo, con mi corazón en vosotros, en ti, mi hijo que no ha podido conocer a su padre, en mis padres de mi alma, esos viejos queridos que tanto han trabajado por mi. Pienso en ti Josefa, Juan, Juan Manuel, su esposa, en ti Agustina. Besos a todos. Josefa quiere mucho a mi hijo, es un huérfano... María Encarnación su yerno le desea salud y le manda sus últimos besos. A mi hijo del alma muchos besos muchos. Tú, querida esposa viuda desgraciada recibe los últimos besos de tu esposo que no te olvidó nunca.

Juan
Siendo 30 del 12 de 1940

Última carta de Juan Pérez Zumaquero antes de ser asesinado

A las 7 de la mañana se presentó el páter de la prisión en su celda. Poco antes le habían comunicado la hora de la ejecución. "¡Firme aquí!, donde pone digilencia de notificación", balbuceó el secretario del juzgado. Juan se negó, fue su último acto de rebeldía ante sus asesinos. Tampoco aceptó los últimos sacramentos del cura de la prisión. "¡Habrá mayor hipocresía que confesarte primero, paro luego darte en el paredón la extremaunción!", -pensó-. Se abrió el portillo de su celda. Delante de él había otros compañeros de destino. A las 7,30 de la madrugada, en un camión sin luces, llegaron al cementerio de San Eufrasio. El primer fusilamiento se había realizado a las 7,00 de la mañana. Aún no habían enterrado los cuerpos de los veinte compañeros asesinados, que informes, se amontonaban junto a la fosa. Ahora les toca a ellos, a los veintiún restantes que conforman la cuerda de condenados de aquel macabro amanecer. En ella está Bernardino Casado, Francisco Madero, Benito Moreno y Dionisio Siles, todos vecinos de Porcuna. 

Cuarentaiún inocentes fueron fusilados en las tapias de San Eufrasio (Jaén) aquél fatídico 30 de diciembre de 1940, y sepultados en la fosa 702, la tumba más ominosa de toda la provincia de Jaén.

Descansa en paz Juan.


Fuente:  
- Fotografías y carta de Juan Pérez Montilla, al que agradecemos enormemente su autorización para ser publicadas.

Apartado de correos nº 47-23790. Porcuna (Jaén)


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 El Ejército Popular de la República

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